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El hombre mediocre

Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es envilecerse. Stendhal reducía la honestidad a una simple forma de miedo; conviene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino a la reprobación de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción expresa o pueda permanecer ignorado. "J'ai vu le fond de ce qu'on appelle les honnétes gens: c'est hideux", decía Talleyrand, preguntándose qué sería de tales sujetos si el interés o la pasión entraran en juego. Su temor del vicio y su impotencia para la virtud se equivalen. Son de simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no defienden al asaltado; no violan vírgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento.

Frente a la honestidad hipócrita propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados, — existe una heráldica moral cuyos blasones son la virtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia a los prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos vulgares y degenera en esa apoteosis de la frialdad sentimental que caracteriza la irrupción de todas las burguesías. La virtud quiere fe, entusiasmo, pasión, arrojo: de ellos vive. Los quiere en la intención y en las obras. No hay virtud cuando los actos desmienten las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es más nociva en los hombres conspicuos y en las clases privilegiadas. El sabio que traiciona a su verdad, el filósofo que vive fuera de su moral y el noble que deshonra su cuna descienden a la más ignominiosa de las villanías; son menos disculpables que el truhán encenagado en el delito. Los privilegios de la cultura y del nacimiento imponen al que los disfruta una lealtad ejemplar para consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro afán de perfección es inútil que perdure en ridículos abolengos y pergaminos; noble es el que revela en sus actos un respeto por su rango, y no el que alega su alcurnia, para justificar actos innebles. Por