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desde lo alto del horno, arrojaban sin cesar al vientre enorme mineral y carbón, que llegaban en vagonetas de hierro.

El pope echó agua bendita sobre el alto horno y, lleno de pavor ante aquel monstruo que escupía fuego, se retiró rápidamente hacia atrás.

El primer capataz, un viejo sólido, de rostro ennegrecido, se santiguó y escupió en sus manos.

Sus cuatro ayudantes hicieron lo mismo. Luego, los cinco hombres levantaron del suelo una larga barra de acero y, después de balancearla algunos segundos, golpearon con ella la parte baja del horno. Los espectadores, presa de una nerviosa ansiedad, cerraron los ojos. Algunos retrocedieron. Los obreros golpearon por segunda vez, luego por tercera y cuarta vez..., y de pronto brotó una fuente de metal líquido de una claridad insoportable a la vista.

Entonces el capataz, manejando hábilmente la barra de acero, ensanchó el boquete, y el hierro fundido empezó a deslizarse lentamente por un estrecho sendero de arena. Grandes haces de estrellas luminosas se esparcían en todas las direcciones, con un ruido característico; subían un poco y se apagaban en el aire. Aquel metal, que se fluía con lentitud, y como con cierta flema, irradiaba un calor tan terrible, que los que no estaban habituados retrocedían, tapándose el rostro con las manos.

De los altos hornos fueron todos a la fábrica para presenciar los trabajos. Kvachnin había