Yo le rogué que no agravase más la situación; pero estaba furioso y quería a todo trance sacudirle el polvo al escribiente.
—¡Déjenme ustedes! ¡Yo le enseñaré a este canalla!.
Nos costó gran trabajo conseguir que no le pegase.
Kiril Saverianich, por su parte, no cesaba de llamar a Echov a la razón.
—Por qué quiere usted perder a este muchacho? Sería una falta de conciencia. Estábamos hablando de filosofía y usted le ha atribuído a nuestra conversación inocente un carácter político.
Pero el otro, sin dejar de señalar con el dedo a su americana, gritaba: ¡Bien sé yo cuál era el carácter de su conversación de ustedes!... Además, ¿se figura usted que va a quedar impune el deterioro de esta prenda?
—En cuanto a eso—dijo Kiril Saverianich—, no tenga usted cuidado. Nosotros nos encargaremos de que se le limpie a usted la americana.
Yo tengo un pariente que trabaja en una tintorería.
—No se trata sólo de la americana — gritó Echov. ¡El asunto es más grave! Yo no soy un lacayo; por mis venas corre sangre noble, y exijo una satisfacción moral. Para que me apiade de ustedes, es necesario que ese joven me pida perdón.