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gró calmarse. Los ojos se le habían puesto colorados a causa del llanto, y la nariz, azul.

¡Diablo! Son los negvios... Los malditos negvios...dijo, evitando mirarnos.

Se advertía en su voz que las lágrimas le subían a la garganta.

Cinco minutos después nos despedimos de Zoya.

Todos le besamos respetuosamente la mano.

El ingeniero y yo salimos los últimos.

En el momento que salíamos apareció en el corredor el estudiante gordo, que volvía de la ciudad.

¡Calla, calla!—exclamó sonriendo con aire malicioso. ¡Mira de dónde salen! ¡Habrán pasado ustedes un buen rato con esa señora!

Había algo extremadamente cínico en su acento.

El ingeniero le miró de alto abajo, y tras un largo silencio dijo con un desprecio magnífico, imposible de describir:

— Badulaque!