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CAPÍTULO XI.

consagrado; pero no se lo participes á los niños hasta mañana, añadí, y así será mayor su sorpresa y alegría cuando se encuentren con un dia de completo descanso y asueto que no esperaban. Y hablando de otra cosa: ahora que te he hecho una mesa de comedor y bancos para sentarnos, ¿qué nos tienes preparado para cenar? Cuenta con que tengo un apetito que bien pudiera calificarse de hambre.

—¡Ah! no pases pena por eso que yo sé mi obligacion. Avisa á los niños, que la cena está lista.

No se hicieron estos esperar mucho, y toda la colonia se reunió pronto al rededor de la mesa sobre la que ya estaba colocada una cazuela que contenia un ave grande en pepitoria de la mejor traza; era el flamenco que Federico habia muerto la víspera.

—Ernesto, que es buen voto en asuntos culinarios, dijo mi esposa, me ha prevenido de antemano, que esta ave, como vieja, deberia estar algo dura, y así me ha parecido mejor guisarla que no ponerla en asado; no sé si habré acertado; vosotros lo diréis.

No pudo ménos de causarnos risa la gastronómica prevencion de maese Ernesto, aplaudiendo su resultado, pues en efecto el flamenco estaba muy tierno; y como estaba bien cocido y sazonado nos pareció exquisito, y no quedaron mas que los huesos.

Miéntras nos ocupábamos en saborear el flamenco, su compañero, que se habia familiarizado con la demás volatería, se presentó gravemente acompañado de las gallinas para picotear las migajas que caian de la mesa; el mono saltaba de una parte á otra recogiendo lo que cada cual tenia á bien darle; pero siempre haciendo muecas y gestos los más ridículos y extraños, y para completar el cuadro, la marrana, que habíamos perdido de vista hacia unos dias, campándoselas por su cuenta, acudió tambien á la reunion, demostrando con gruñidos significativos su contento en volvernos á ver. Mi esposa la acogió cariñosamente para inclinarla á que cediese un poco en su vida errante y se acostumbrase á volver al anochecer á casa, regalándola con la leche que habia sobrado. La reconvine por semejante prodigalidad; pero me contestó que, careciendo como carecia de los útiles necesarios para hacer manteca y queso, valia más emplear de esa manera la leche que nos sobraba, que no dejarla agriar como sucederia por efecto del calor excesivo que reinaba.

—Tienes razon en lo que dices, contesté, y te prometo que la primera vez que vaya al buque trataré de no olvidarme de traerte los trebejos que te hacen falta.

—¡Ir al buque dices! ¡Ah! repuso suspirando, no estaré tranquila hasta que el mar se haya tragado la dichosa nave. No puedes imaginarte lo mucho que me afecta y las angustias que paso cada vez que os confiais al Océano en esa maldecida balsa tan expuesta y que tan poca seguridad ofrece.

La tranquilicé lo mejor que pude haciéndola comprender que sería ofender