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CAPÍTULO LIV.

la, más allá del cual dilatábase una gran laguna hasta un espeso bosque de cedros.

Miéntras con mi esquife costeaba las sinuosidades de la orilla divisé en el fondo de las trasparentes ondas capas de conchas del género de las ostras, de las que se llaman bivalvas. Hé aquí, me dije, un marisco, que debe ser más sabroso que las raquíticas ostras de la Bahía del salvamento. Probaré algunas, y si son buenas las llevaré á Felsenheim. Desprendí varias con el bichero, las recogí con la red y las arrojé á la arena desde la canoa con ánimo de ir haciendo provision. Cuando desembarqué á la playa cargado con nuevas ostras hallé que las primeras se habian abierto por sí mismas y comenzado á corromperse con el ardor del sol. Abrí una de las frescas que traia, y en vez del marisco blanco y grasiento con que esperaba regalarme encontré una carne dura, áspera y desabrida. Al querer separar el animal de la concha, cuya superficie interior estaba cubierta de brillante nácar, la hoja del cuchillo encontró resistencia en varios granos duros y redondos pegados á la concha y mezclados con el cuerpo de la ostra. Los desprendí y noté que eran perlas de un grueso y redondez que me llenaron de asombro. Registré las demas ostras y en todas hallé una ó más de estas preciosas joyas, que fui guardando en una caja, la cual presento á todos para que examinen si son ó no verdaderas perlas.

—A ver, á ver, Federico, exclamaron los hermanos abalanzándose sobre la caja á riesgo de volcarla. ¡Qué hallazgo! ¡son perlas! ¡qué brillantes y redondas!

Tomé á mi vez la caja.

—No hay duda, dije, son perlas orientales, y de las más bellas. Federico, has descubierto un tesoro, pero tesoro que por ahora nos es todavía más inútil que los nidos. Sin embargo, como este hallazgo puede reportarnos grandes beneficios, harémos una visita á la bahía. Entre tanto continúa tu narracion.

—Despues de cobrar fuerzas con un frugal almuerzo, añadió Federico, seguí andando á lo largo de la costa, sesgada por varias caletas esmaltadas de flores y verdura, hasta llegar á la boca del rio, cuyas serenas aguas se confundían con las del mar. Allí encontré muchas aves acuátiles, que huyeron á mi aproximacion, posadas sobre una alfombra de plantas marinas que semejaba una pradera sobre la misma corriente. Recordando haber leido una cosa análoga sobre el rio de San Juan en la Florida, bauticé aquel con este nombre. Renovada allí mi provision de agua dulce, dirigíme al otro promontorio que termina la bahía, que denominé de las perlas. Esta podrá tener dos leguas de ancho; una cadena de rocas que corre de un extremo á otro la separa de la plena mar, cerrándola casi completamente, ménos por la única entrada que tiene, bastante ancha para franquear paso á buques de gran porte. Resguardado lo demas de la circunferencia por escollos y bancos de arena inaccesibles á toda embarcacion, forma la bahía un puerto natural que sería de primera clase el dia que se fundara una gran ciu-