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CAPÍTULO XLIV.


La pradera.—Terror de Ernesto.—Combate con los osos.—Tierra de porcelana.—El condor.


Despues de haber descansado un rato, se puso en pié la caravana y continuó la interrumpida marcha. Desviándonos de la orilla de la laguna, seguímos costeando un arroyuelo que de aquella procedia, y que directamente guiaba á las rocas donde por primera vez descansámos. Era delicioso aquel camino comparado con el anterior. Habia árboles, verdor; en fin, la fresca vegetacion que tanto anima y caracteriza las orillas de los rios. Era un oásis en medio del desierto de hasta dos leguas de extension, al pié siempre de la cadena de montañas que constituia los límites de nuestros dominios. Su anchura sería como de media legua, regado en toda su extension por el arroyo cuyo orígen acabábamos de ver, y engrosado despues por aguas subterráneas que daban vida y fecundidad á la comarca.

A lo léjos, y por todos lados, se divisaban manadas de búfalos y antílopes que pastaban tranquilamente; pero al acercarnos y ver á los perros, que siempre iban de vanguardia, huian despavoridos escondiéndose en la espesura del monte.

Sea que la amenidad del sitio distrajese el cansancio, que el calor fuese ménos intenso, ó que el deseo de llegar pronto á un asilo seguro hiciese más llevadero el camino, lo cierto era que nadie se detenia, ni se oían quejas ni suspiros; y si bien la única conquista obtenida hasta aquel momento se reducia á unos cuantos huevos de avestruz y algunos galápagos, la culpa no era nuestra, sino de la caza, que no se habia presentado á tiro.

Media hora escasa nos faltaria para llegar á la caverna del chacal, donde pensábamos pasar el resto del dia, cuando Santiago y Federico se pararon para