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CAPÍTULO XXXIII.


Aventura de Santiago.


Por espacio de otras dos semanas el palomar atrajo casi toda la atencion. Los tres pares de palomas indígenas se habituaron á la vida civilizada, y se domesticaron lo mismo que las de Europa; pero estas, como inferiores en número, tuvieron que reclamar pronto nuestro auxilio. Las torcaces se fuéron acrecentando de tal modo, así por las crias que se sucedian con increible rapidez, como por los nuevos huéspedes atraidos por sus compañeras, que quisieron enseñorearse del campo, tratando de arrojar á los antiguos y privilegiados dueños, y lo hubieran conseguido á no impedírselo. Para atajar la inmigracion de forasteros, tendímos lazos al rededor del palomar, proporcionando este procedimiento abundante provision á la cocina y descanso en el ínterin al águila de Federico, á la vez que se contuvo la irrupcion de los salteadores, que escarmentaron en cabeza ajena.

La monotonía de nuestra existencia, repartida entre las nuevas construcciones pendientes, y el aprovisionamiento para el invierno que ya se iba acercando, se interrumpió con un incidente cuyo protagonista fue Santiago.

Habiendo salido este de mañana á una expedicion que emprendió de su cuenta y riesgo sin participarlo á nadie, volvió en breve en el más lastimoso estado, cubierto todo de cieno espeso y negruzco que le cogia desde los piés á la cabeza, con un zapato ménos, y un haz de juncos en la mano tan embarrado como él. Al verle con esa facha tragicómica, á pesar de notarle señales de haber llorado nos echámos á reir, excepto su madre, que le recibió con marcado despejo y frialdad.

—¡Ave María purísima! exclamó. ¿Dónde te has metido para ponerte de esta manera destrozando toda la ropa? ¿Sin duda has pensado que contamos con algun almacen de repuesto?

—¡Estás lindo! dijo Federico; pareces un perro de aguas de Berbería.