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CAPÍTULO XXI.

El resto del dia se empleó en cargar nuestras riquezas en la carreta. La carne de búfalo curada, los cocos y las pepitas del árbol de la cera componian el bagaje sin contar los animales, y entre ellos el búfalo que se iba aficionando á la vaca. Sin embargo, por mucha que fuera la impaciencia por regresar á Falkenhorst, todavía pasámos otra noche en la tienda. Al rayar el alba del siguiente dia la caravana se puso en movimiento. El búfalo uncido á la carreta juntamente con la vaca su nodriza, en lugar del asno, comenzó á hacer su aprendizaje de tiro; su ayuda nos fue tanto más necesaria cuanto que el cargamento era considerable, si bien hubo que renunciar á llevarnos las dos mitades enteras del tronco de la palmera por su excesivo peso y volúmen, pues solo un trozo pudo colocarse por bajo del carro, suspendido en el eje, impidiendo su longitud atravesar por ciertos puntos, vímonos precisados á tomar otro camino más directo y expedito para llegar á Falkenhorst, abandonando el proyecto de recoger al paso huevos de gallinas silvestres para que los empollasen las nuestras. No obstante, acompañado de Ernesto me desvié un poco de la familia para recoger el jugo gomoso de cautchú que contendrian las vasijas que dispuse al pié de los árboles para recibirlo. Aunque poco, encontré el suficiente para ensayar la fabricacion. Agrandé las hendiduras para que el líquido siguiera manando, y dejé otros vasos para recogerlo á su tiempo.

Reunido con mi gente, al llegar al Bosque de los guayabos oímos ladrar los perros que iban de vanguardia con Federico y Santiago. Sobresaltéme al pronto, temiendo que hubiese aparecido alguna fiera. Mandé hacer alto, y requería la carabina disponiéndome á hacer fuego, cuando ví venir á Santiago riendo á más no poder.

—¡No hay que asustarse, papá! es la marrana. Está visto, este animal nos ha de estar siempre dando sustos con sus jugarretas.

En efecto, entre los desaforados aullidos de los perros se oia ya claramente un agudo gruñido que me tranquilizó. Llamé á Turco y Bill, y aproximándome, encontré en la espesura á la indómita y fugitiva marrana rodeada de ocho ó diez lechoncillos que comenzaban ya á imitar en todos sus tonos los melodiosos acentos de su madre, la que al vernos dió muestras de reconocernos como sus antiguos amos, y en pago de tan cariñoso recibimiento la regalámos algunas patatas, bellotas y la galleta que sobrara de la comida, justa recompensa del fruto que íbamos á sacar de aquella cria. Quedó pues resuelto que se la quitarian cuatro lechoncillos para asarlos y los restantes se quedarian con la madre para que siguiese lactándolos, logrando así con el tiempo que se multiplicase la especie en beneficio nuestro, los cuales nos proporcionarian abundante carne.

Nuestra llegada á Falkenhorst causó la mayor alegría. Los animales nos salieron al encuentro demostrándonos, cada cual á su manera, su contento por volvernos á ver. Los que traíamos se mezclaron con aquellos para que el hábito