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largo rato me interrogó sobre los motivos de mi regreso—que adivinaba perfectamente,—y se condolió de mis padecimientos hasta las lágrimas.

También es verdad que yo los describí con calurosa elocuencia, y que hubiera podido conmover á otra que mi madre, siempre que fuese crédula y blanda de corazón.

—¡Has hecho bien! ¡Has hecho bien, mi hijito, en escaparte! ¡Pobre mi hijo!—exclamaba.—Yo hablaré con tu padre y lo convenceré de que tienes razón.

Y en un rapto de santo egoísmo, reveló el fondo de su pensamiento:

—¡Me hacías tanta falta! Cuando, á la hora de comer, tatita volvió de sus quehaceres ó diversiones acostumbrados, mamá, que me había hecho quedar en mi cuarto, le habló largo rato á solas. De tiempo en tiempo, llegaban hasta mí la voz irritada de mi padre y la suplicante de mamita. Por fin, hubo un prolongado silencio, que interrumpió una china diciéndome desde la puerta:

—¡Niño! ¡Don Fernando que vaya al comedor! Mi temerosa incertidumbre desapareció como por encanto: iba á verme frente de los hechos, con la firme voluntad de no doblegarme.

Además, auguraba mucho bueno de la forma en que se presentaba aquel choque: si tatita no estuviera pronto á ceder y quisiera castigarme, se precipitaría furioso á mi cuarto, no me llamaría al comedor.

Sin embargo, me recibió con una piedra en cada mano, colérico en apariencia, llenándome de improperios y amenazándome con «darme de lazazos hasta que me corriera la sangre».

Me afirmé en mi opinión de que era una tormenta de verano y que ya comenzaba á aclarar,