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fía amarillenta y borrosa que me sacó un fotógrafo trashumante al cumplir mis cinco años, y aparte la ridícula vestimenta de lugareño y el aire cortado y temeroso, la verdad es que mi efigie puede considerarse la de un lindísimo muchacho, de grandes ojos claros y serenos, frente espaciosa, cabello rubio naturalmente rizado, boca bien dibujada, en forma de arco de Cupido, y barbilla redonda y modelada, con su hoyuelo en el medio, como la de un Apolo infante. En la adolescencia y en la juventud fuí lo que mi niñez prometía, todo un buen mozo, de belleza un tanto femenil, pese á mi poblado bigote, mi porte altivo, mi clara mirada, tan resuelta y firme; y estos dotes de la Naturaleza me procuraron siempre, hasta en épocas de madurez... Pero, no adelantemos los acontecimientos...

Tenía yo por aquel entonces un carácter de todos los demonios que, según me parece, la edad y la experiencia han modificado y mejorado mucho, especialmente en las exteriorizaciones. Nada podía torcer mi voluntad, nadie lograba imponérseme, y todos los medios me eran buenos para satisfacer mis caprichos. Gran cualidad. Recomiendo á los padres de familia deseosos de ver el triunfo de su prole, que la fomenten en sus hijos, renunciando, como á cosa inútil y perjudicial, á la tan preconizada disciplina de la educación, que sólo servirá para crearles luego graves y quizás insuperables dificultades en la vida. Estudien mi ejemplo, sobre el que nunca insistiré bastante: desde niño he logrado, detalle más, detalle menos, todo cuanto soñaba ó quería, porque nunca me detuvo ningún falso escrúpulo, ninguna regla arbitraria de moral, como ninguna preocupación melindrosa, ningún juicio ajeno. Así, cuando una criada ó un peón me