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Tenía la cabeza ardiendo. Con las manos a la espalda, dispuesto a defender al angelito hasta la muerte, empezó a ir y venir, lentamente, por delante de él, andando de puntillas. No le mira ha para no llamar la atención; pero sentía que estaba allí aún, que aun no había volado al cielo.

Apareció en la puerta del salón la dueña de la casa, una señora alta e imponente, con una hermosa cabellera rubia. Los niños la rodearon, expresando ruidosamente su alegría. La niñita que había saltado, se colgó a su brazo, como si estuviera muy cansada. Sachka se acercó también a la respetable señora. Estaba tan turbado que apenas podía hablar.

—¡Tía!—dijo, procurando, sin conseguirlo, que su acento fuese acariciador—. ¡Tiíta!

Ella no le oyó, y Sachka le tiró bruscamente de la manga para llamarle la atención.

—¿Qué? ¿Qué quieres? ¿Por qué me tiras de la manga?—se extrañó la señora—. Eso está muy feo.

—Tiíta, dame aquello... aquello que hay colgado en el árbol de Navidad... aquel angelito.

—No—respondió con tono indiferente la dueña de la casa—. Hasta el día de Año Nuevo no se repartirán los regalos que hay en el árbol de Navidad. Además, eres ya mayorcito y podías llamarme por mi nombre, María Dmitrievna.

Sachka, al ver abrirse el abismo bajo sus pies, se agarró al último recurso.