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Algunos exigen con vehemencia en las reunio- nes políticas, que se obligue a los burgueses a tomar el lugar de los criados y a servirles a su vez.
Muchos se han hecho denunciadores, y esto de la manera más innoble. En su mayoría son do- mésticos despedidos, y aun cuando haya trans- currido mucho tiempo se vengan.
El bolcheviquismo, en efecto, tiene esto de lamentable y de terrible, que una simple denun- cia enviada por cualquiera, sin comprobación, es bastante para que una banda roja venga inme- diatamente a saquear todo.
No hay ninguna indulgencia para los que es- tán calificados de burgueses ui aun cuando se sepa—lo que es exacto—que éstos dan continua- mente grandes limosnas a las múltiples colectas,
—¡Toda esa gente debe morir! — dijo Trotsky; y estas palabras se repiten sin cesar como una consigna.
Hay otra frase suya muy repetida también:
—Tenemos alma de hierro.
Es la verdad. Exceptuando algunos que con- servan cierta calma todavía, enamorados de sue- ños de comunismo integral, de reparticiones de bienes, teóricos que saben, ante todo, discurrir, la mayor parte de los bolcheviques son hombres terriblemente prácticos, casi todos judíos, que mezclan a la realización por la violencia de las