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DE MADRID A NAPOLES

Milan es hoy un pueblo alegre, ruidoso,. voceador, entusiasta.

Y digo hoy, porque ayer no era lo mismo... ¡Ayer gemia bajo la dominación austríaca, y los viajeros que iban estos últimos años de Milan al Piamontc nos hablaban de la tristeza, del marasmo, del lúgubre silencio que reinaban en toda la Lombardía, como hoy se habla en la Lombardía de la tétrica desesperación y amargo desaliento en que yace la mísera Venecia!

Figuraos, pues, el júbilo, el vértigo, el ansia de vida y de placer que agitarán ahora á Milán, después do tantos años de servidumbre. — La bandera tricolor italiana ondea, no sólo en los edificios públicos, sino en muchas casas particulares. Las esquinas se hallan totalmente cubiertas de anuncios de libros, de espectáculos y de ceremonias referentes á la resurrección de la Lombardía, á su independencia, á su libertad. Los retratos de Garibaldi, Víctor Manuel, Napoleón y Cavour se encuentran en toiías partes. La Milicia Nacional (de rigoroso uniforme) recorre calles y plazas, respirando á grandes tragos el aire de la libertad y nn'diendo con marciales pasos el alborozado suelo de la nueva Italia. Los organillos locan, entre otros, aquel vehemente himno, cuya letra dice:

¡QUe muera Radetzky!...

himno prohibido durante once años, bajo pena de la viíla; ó aquel otro, compueslo ol año pasado, cuyas primeras palabras son, si mal no re- cuenln:

Eiviva l'Iíulia

é Napoleone...

Los últimos resplandores del sol, hiriendo horizoutalmeule las facha- das de algunas casas, reverberando en las vidrieras de los balcones y ha- ciendo bullir como un dorado humo el polvo de las calles, presta su albo- rozada luz á la gozosa muchedumbre..., en tanto que la lengua itahanu deja sentir sus melódicos acentos en gritos y cánticos, en los pregones de los vendedores y en los fugaces diálogos de los transeúntes...

Al doblar una esquina, leo en un cartel: Teatro de la Scala... Ogga mcrcoledi... Glillermo Tell...

¡Oh fortuna! ¡Esta noche se canta V.niUermo Tell... la obra maestra de Rossiüi! ¡Y en el Teatro de la Scalal — No faltaré, á fé mía.

Asi andamos todavía un cuarto de hora. — El cochero se ve muy apu- rado para abrir camino al cabriolé entre tantos carruajes como se cruzan en todas direcciones.

Al fin desembocamos en una Plaza irregular... Levanto la vista... Y ¿qué es lo que veo?

— ¡Para! ¡Para! le grito al conductor.

Este detiene los caballos, y señalando á lo que tanto me habia sor- prendido, dice, quitándose el sombrero: