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DAVID COPPERFIELD.

una cerca que lindaba con cl camino en una dis- tancia de unos cien pasos.

- Ya se marchó, dijo Steerforth volviendo la cabeza, y con ella adios todo pensamiento triste : vamos, pues, á comer.

Y sin embargo, antes de que hubiésemos llega- do á la posada, Steerforth volvió aun la cabeza mas de una vez, y mas de una vez tambien dejó escapar algunas palabras entrecortadas : solo al sentarnos á comer se disipó su preocupacion.

Littimer nos sirvió á la mesa : aquel grave criado produjo en mi una impresion que he tratado de describir, y no pude menos de traducir sus res- puestas respetuosas y respetables à todas las pre- guntas acerca de la salud de mistress Steerforth, de miss Dartle, etc., etc., por la siguiente frase : « Aun sois jóven, señorito, sumamente jóven. »

Aun no habiamos acabado de comer, cuando Littimer, acercándose á nosotros, dijo á su amo:

- Perdonad, señorito, si me atrevo á deciros que miss Mowcher se halla aqui.

- ¿Quién? exclamó Steerforth muy asom- brado.

- Miss Mowcher, señorito.

- ¿Y qué hacé en Yarmouth ?

- Parece que es de por aqui; todos los años viene å dar una vuelta : esta tarde la encontré en la calle y ha manifestado deseos de veros despues de comer.

- Conoceis la gigante de que hablamos? me preguntó Sleerforth.

Dijele que no, y que hasta entonces no habia oido hablar de ella.

- En ese caso haré que la conozcais, porque es una de las siete maravillas de este mundo. Litti- mer, así que venga miss Mowcher que entre.

Excitóme un poco la curiosidad, pues Steerforth habia reido muchisimo al llamarla gigante, y no queria decirme nada acerca de ella.

Dos horas despues se levantaron los manteles, y nos hallábamos mano á mano en frente de un fras- co de vino cuando se abrió la puerta, y Littimer anunció con su impavidez de costumbre :

- ¡Miss Mowcher!

Volvi la cabeza y no vi á nadie : alcé la vista, pensando para mis adentros que la gigante hacia su aparicion eon demasiada lentitud.

Pero con gran sorpresa mia descubri por fin aquella séptima maravilla del mundo, que era una jorobada como de unos cuarenta años, con una cabeza muy grande y una cara ancha, con ojos espantados, con unos brazos tan cortos que no po- dia llevarse la mano á la boca sin inclinar la cabe- za. Gracias á su sota-barba el cuello desaparecia por completo; no tenia talle, y si tenia piernas se terminaban tan bruscamente por sus piés, que ni siquiera llegaba con la cabeza al respaldo de una silla comun.

Despucs de haber mirado cónmicamente á Steer- forth, le dijo con cierta volubilidad :

- ¡Ah! picaron, con que os hallo aquí? Apues- to á que habeis venido á hacer algo malo; pero héme aquí para impediroslo : somos dos para dos. ¿A que no me esperabais? Pero lambien yo tengo por aqui mis parroquianos. La semana pasada es- luve en casa de lady Mithers... ¡y qué mujer, Dios mio! y su marido, qué hombre! Ambos incom- parables, una vez que le vendo á ella el colorete y que á él le arreglo el peluquin.

Steerforth reia á mas y mejor, y cuando quiso replicar, miss Mowcher le cortó la palabra.

- No, no, dijo ella, sé todo lo que pensais, mi querido amigo : es inútil que conmigo hableis alto, y aun mas inútil ocultar vuestro pensamiento. ¿ Quereis que os rice el pelo? ¡Ah! no hace mucho he teñido los bigotes á un principe ruso, á quien le cuido las uñas dos veces á la semana. Mi oso del Norte está hecho un Adónis.

Al mismo tiempo que hablaba, colocó encima de una silla un arsenal de esponjas, peines, tena- cillas, etc.

- Pero, añadié en seguida, veo que no estais solo. ¿Quién es vuestro amigo?

- Mr. Copperfield, respondió Sleerforth, á quien tengo el gusto de presentaros, y que tiene muchas ganas de conoceros.

- Pues bien, me conocerá, dijo miss Mowcher; y, francamente, me agrada : sus mejillas son mas encarnadas que una manzana... A mí me gustan mucho las manzanas, Mr. Copperfield; creed que he tenido un verdadero placer en conoceros.

Respondi con un eumplido, y miss Mowcher se extasió ante mi cortesia y me suplicó que la perdo- nase; pero veia que Steerforth tenia necesidad de sus servicios y se dispuso á operar delante de mi si yo consentia solamente en ayudarla.

Gracias à mí se subió con bastante ligereza enci- ma de la mesa, y colocada en aquella especie de escenario continuó diciendo :

- Espero, caballeros, que ninguno de vosotros