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La Pulgarcilla

en sollozos. Naturalmente, ella, hasta entonces tan querida y alabada, á quien tenían todos por una criatura encantadora, verse tratada con semejante desdén por una cáfila de palurdos!

Su pesar duró poco, pues tuvo que atender ante todo á proveerse de un abrigo en medio del espeso bosque en que se hallaba abandonada, á sus propias fuerzas, ella que hasta entonces había sido objeto de toda suerte de mimos y cuidados. En esta situación, empezó por tejerse una hamaca con tallos de yerba, suspendiéndola en seguida bajo la hoja de una anémona á fin de resguardarse de la lluvia, y tuvo por alimento el polen de las flores y por bebida las frescas gotas de rocío. Así pasó el verano y el otoño; pero vino el invierno, el crudo, helado é interminable invierno. Los pajarillos que la habían entretenido con sus cantos, se alejaron uno tras otro en busca de más templados climas, árboles y plantas perdieron su verdor y se encogió la gran hoja de anémona que la cobijaba, quedando expuesta la Pulgarcilla al ímpetu de los vientos. Era el tiempo cada vez más cruel y riguroso, y cuando llegaron las nieves, cayó un copo sobre la pobre niña, haciéndola bambolear bajo su peso. Entonces se refugió bajo un montón de hojas secas; pero estas, aparte de que se tronchaban, no le daban calor ninguno. ¡Cuánto sufrió la pobre! Por último se armó de valor y corrió á la ventura en busca de un asilo: traspuso los linderos del bosque, llegó á un gran campo de pan llevar erizado de rastrojos cuyos tallos parecían agudas estacas clavadas en la tierra helada; sin embargo la niña, tiritando de frío, se introdujo en aquel peligroso laberinto.

De pronto tropezó, por haber metido el pie en un agujero que levaba al escondrijo de una rata silvestre, dueña y señora de una confortable vivienda subterránea perfectamente resguardada y bien provista de trigo, arvejas, guisantes y otras semillas.