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Segundo Huarpe

dra, montar y mucho trotar, vínole algo así como un horror...

Las gestiones de su padre le salvaron. Fué declarado inhábil para el servicio.

Eliminado el lance de la conscripción, dijo continuaría sus estudios; pero no volvió más a la Facultad. La vida social le llamaba perentoriamente. Debía acompañar a sus hermanas a los "cines", a los bailes, al teatro, al hipódromo... Y debía vivir también él esa vida sin nada hacer, sin nada pensar: vida sin obstáculos, sin aguijones.

Era, fuerza es decirlo, un lindo muchacho: más bien bajo, grácil, con hermosos ojos garzos en una tez pálida... hubiérase dicho un hombre hecho de una mujer bonita.

No había chica que no viera en él un buen partido. Pero cuando le trataban, cuando conversaban con él, no encontraban eso que ellas mismas buscan: una arista de alma, una idea... una utopía, un algo. Hablaba de cosas graves como hablaba de una soprano o de un cotillón; como hablaba del mejor vestido que hubo en una fiesta; sin una pulgada de hondura, sin un tropiezo, sin un desmayo en el palabrerío hueco, de pura hojarasca, de mundanas trivialidades.

En ese ir y venir entre escotes y músicas, y flores marchitas y flores frescas, y brisas de mar y brisas de veneno, cayéronle los treinta y cinco años sin haber pensado un solo instante en la vida.

Un día notóse cierto temblor en las manos y se asustó. — Me estaré poniendo viejo?, se dijo. — Y otro día parecióle que veía los objetos dobles. Y otro día pensó que él no era como antes, que se sentía por veces melancólico sin motivo, apático. Que su tez tomaba un