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Segundo Huarpe

Hubo un día en la pequeña población musitado mnovimiento en las calles. Los mendigos que, por ser tantos, daban en pedir los unos a los otros, debatían un intrincado asunto que les era atañedero y relacionado con la mutualidad local a la que estaban todos adheridos. Una asamblea que se llevaría a cabo en breve daría la razón a unos u otros. Y alguien pronunció en la ocurrencia: "Por qué no llamar a Zint-ching para que nos ilustre, él que es sabio y entendido en la materia, que ya perteneció a la asociación de pordioseros de Pekin?..." — "Sí; que venga a la asamblea, él desatará el nudo" — dijeron varios a la vez.

Llegó el día. Un zumbido de moscardones flotaba en un medio pesado y plomoso. Hablaron muchos, y, a la postre, quiso oirse a Zint-ching. Todo el mundo calló. El chino habló con su acostumbrada dificultad, pero solemnemente. Sus razones fueron al parecer aceptadas por todos. Pero cátate que un individuo maldadoso, que pretendía ser jefe de los mendigos de Chom-him, se alza contra Zint-ching y le trata malamente, colmándole de insultos. El chino soportó la lluvia de improperios en el mayor silencio. No se aprobó lo aconsejado por él, y sí lo aconsejado por el jefe o caudillo.

Salió el pobre chino humillado y dirigióse a su casa por los más solitarios senderos, sorteando el encontrarse con gentes. Allí se echó sobre un jergón y permaneció varios días sin ver la luz del sol... Ya no se tendría por él esa devoción de antes; ya no le llamarían los dolientes con esa fé ciega... Por todo el pueblo correría la especie de su ultraje...

Pero no fué así. Cuando el filósofo consiguió arrancarse a su vergüenza y salió a la calle experimentó una sorpresa: los hombres y las mujeres le saludaban con