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A. RIVERO
 
Castillo de San Cristóbal.

el cual había intentado detenerle, y ágil como un muchacho escaló a todo correr mi batería.

—Capitán Rivero, aquí estoy—me dijo.

Le pedí perdones por haber dudado, no de su valor, sino de su seriedad, ya que para este galeno es cosa corriente tomarlo todo a broma. Díle las gracias, rogándole abandonase sitio tan expuesto porque, como le dije, a mí no me faltaban médicos y a él le sobraban hijos por quienes velar.


Dr. Francisco R. de Goenaga.
Goenaga me contestó algo muy feo, algo de cuartel, y tranquilamente se situó junto a un Ordóñez de 15 centímetros que yo había estado apuntando al monitor Amphitrite. Pero en aquellos momentos los artilleros del acorazado Indiana tuvieron la humorada de saludar al terco doctor con una granada de 13 pulgadas, la que chocando contra un través de sacos terreros y haciendo trizas un buen golpe de ellos, aunque sin estallar, enterró a mi amigo debajo de un montón de sacos y arena.

Acudimos varios de los presentes, entre ellos el general Ortega, y tirándole de pies y manos, lo sacamos a flote algo ajado el uniforme, pero ilesa su persona. Después de esta experiencia, Goenaga rehusó nuevamente abandonar la batería, y allí permaneció hasta que el corneta de órdenes dejó oír el vibrante toque de alto el fuego.

La escuadra enemiga se retiró al horizonte y el doctor Goenaga bajó al patio, cabalgó en el rucio moro y rampa abajo, paso entre paso, se perdió camino de Cantagallos.

Esto fué algo de lo que hizo en aquella ocasión mi compadre de hoy, un minuto después de que su asistente, Justo Esquivies, fué convertido en un montón de cenizas por una granada de metralla de los cruceros americanos.