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CRÓNICAS
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plaza montada) sobre un lecho de flores, esparcido a nuestros pies por muchachas campesinas. Banderas de Inglaterra, Alemania, Francia e Italia, se veían por todas partes; los bomberos, de uniforme, desfilaron en parada de honor con todo esplendor, y saludamos, después, con grave dignidad, a la gran estatua de Colón, que se yergue en el centro del pueblo.

Para aquellos que en este día entramos en Mayagüez, ninguna de dichas cosas serán olvidadas jamás. Estábamos flacos, bronceados, desgreñados y sin afeitar; sucios, andrajosos y enseñando los dedos de los pies a través de los zapatos; los sombreros llenos de agujeros, y a los pantalones, difícilmente podría dárseles este nombre; muchos, cojeábamos ignominiosamente. Era la impresión popular, en Puerto Rico, de que cada soldado americano era un opulento millonario, y por eso se notó alguna contrariedad por nuestro evidente desprecio a ciertas superfluidades de elegancia. Pero es preciso detenerse a pensar que no vinimos a las Antillas para hacerle el amor a las lindas mayagüezanas.

A la primera hora de la tarde acampamos milla y media fuera de Mayagüez, y aquí permaneció el Cuerpo principal hasta agosto 13. El terreno del campamento era pésimo; un verdadero hoyo, rodeado de lomas y en extremo pantanoso. Como nos estaba vedado ir a la ciudad, aparecíamos de mal humor; sentados a las puertas de las tiendas, nos entreteníamos en contar nuestras miserias a los irresponsables páramos, con los pies húmedos y absorbiendo los juguetones gérmenes de la malaria.

La misma tarde de nuestra llegada entró en puerto un transporte con el primer regimiento Voluntarios de Kentucky, quienes, durante algunas semanas se acantonaron en la ciudad, haciendo servicios de policía y rompiendo corazones. Más tarde, los conocimos bien, y cuando se alejaron hacia Ponce los perdimos, con verdadera tristeza; tenían mucho dinero y lo gastaban libremente; a nosotros, los de la Brigada Regular, se nos debían las pagas de tres meses.»

De las Marías al Guasio.— Tomando mi relato en el punto donde lo dejé, procuraré enterar al lector de aquello muy doloroso que aconteciera al coronel Soto en Las Marías, y que él omitió en su carta. Estaba dicho jefe alojado en casa del alcalde Olivencia, y allí se celebró la noche del 12 un Consejo de jefes, al que asistieron el teniente coronel Oses, los comandantes Jaspe y Espiñeira, todos de infantería, y también el teniente Olea. Soto, desde la cama, presidió el acto, y en él leyó el telegrama del general Macías, ordenándole que, si estaba enfermo, entregara el mando al teniente coronel Osés, entrega que ya se había realizado, y seguidamente comenzó la discusión.

El primer jefe de Alfonso XIII, comandante, desde aquel momento, de toda la columna, opinó que se debía cumplimentar la orden del capitán general, cuando fuese posible cruzar el río Guasio, actualmente crecido, siguiendo hasta Lares. Los demás aprobaron el plan; el teniente Olea, de artillería, haciendo valer sus privilegios de jefe de Cuerpo, sostuvo con calor que debía esperarse al enemigo en aquellas formidables posiciones del cementerio, y que él se comprometía, con sus cañones, a tenerlo a raya todo el tiempo necesario.