me llenó de asombro; se arremolinaron en un montón jinetes, infantes y artilleros, quienes ni aun acertaban a desenganchar sus cañones; yo creo que ellos nunca esperaron que se les recibiría a tiros.
Poco después se repusieron, desplegando por ambos lados del camino, haciéndonos fuego de fusil, ametralladoras y cañones. Entonces tuve el primer herido; un soldado al cual una bala rompió el brazo derecho. Mirando siempre con mis gemelos de campaña, divisé hacia abajo, y al costado izquierdo de la carretera, antes de llegar al puente de Silva, un grupo numeroso de jinetes, cuyo uniforme distinguía con claridad; llamé al teniente Vera, quien era un tirador de fama, y dándole mis anteojos le dije:
—Observe usted aquel grupo; parecen jefes; vea si puede cazar alguno.
Vera, después de mirar a través de los lentes durante algunos minutos, tomó un fusil Máuser de uno de los heridos, y, apoyándolo contra un arbusto, apuntó cuidadosamente e hizo fuego. Yo vi cómo un oficial caía de su caballo, y éste, a rienda suelta, galopaba hacia Cabo Rojo; entonces ordené varias descargas cerradas contra aquel grupo; cayeron algunos más, no se cuántos, pero sí aseguro que los vi caer. Corrieron como locos muchos caballos sin jinetes, y los del grupo buscaron refugio detrás de unos grandes árboles que había a orillas del río Rosario.
Por este tiempo el enemigo comenzó a emplazar sus cañones más cerca, cuyos disparos nos causaban bastantes molestias; sobre todo unas ametralladoras, que primero nos disparaban desde las orillas del río, y más tarde a la derecha, y más allá del puente de Silva. Los soldados de infantería, desplegados en guerrilla, hacían