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CAPITULO IX.
Largo rato permaneció el Vizconde contemplando á Clemencia, marcando su noble y expresivo rostro la más profunda compasion. Ella estaba tan abstraida que no lo notó.
—¡Pobre mujer! murmuró al fin.
Estas palabras sacaron á Clemencia de su enajenamiento.
—¿Por qué me decís eso? preguntó con su sonrisa dulce que quiso hacer alegre, pero al través de la cual, á pesar de sus esfuerzos, un observador como el Vizconde entreveia lágrimas.
—Lo digo, Clemencia, porque si en todas cosas sois superior á las demás mujeres, en una sola les sois semejante.
—¿En cuál, señor?: