—Sir George, contestó trémula, aunque sintiese un profundo amor, nunca este me llevaria á hacer una cosa que pudiese ser notada ó mal vista.
—Eso es una cobardía, senora, exclamó á la vez irritado y desalentado Sir George.
—Calificadlo como gusteis.
—No me gustan las mujeres cobardes, senora.
—¿Que os pareceria, Sir George, si yo os dijese que no me gustan los hombres valientes?
— Que os burlais de mí.
—Pues puedo creer que eso mismo estais haciendo conmigo.
—No es exacta la comparacion.
—Son idénticos en su resultado, Sir George, la espada que defiende y el broquel que resguarda.
—¡Qué dolor, Clemencia. exclamó éste, que con vuestra superioridad y talento conserveis preocupaciones de convento!
—No me pesan.
—¿Debo, pues, partir?
—Si, si no quereis mortificarme y obligarme á suspender el placer que tengo en recibiros á mis horas señaladas.
Sir George salió sumamente mortificado, culpando la pusilanimidad de Clemencia, indigna de una mujer de carácter; pero más, no diremos apasionado, sino más excitado que nunca.
—Tiene, se decia, unos principios de virtud sencilla y sin ostentacion, pero fijos como el iman; nun-