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río de janeiro

mos tan cerrado el camino, que fue necesario llevar un hombre delante cortando las trepadoras con un machete. El bosque abunda en bellezas, entre las que sobresalían los helechos arborescentes, aunque no grandes, notabilísimos por sus frondas de brillante verdor y elegante curvatura. Por la tarde cayó un chaparrón, y aunque el termómetro marcaba 18°,3, sentí frío. No bien cesó la lluvia era curioso observar la extraordinaria evaporación que empezó en toda la extensión del bosque. A la altura de 30 metros las colinas aparecían envueltas en un denso vapor blanco, que se elevaba a modo de columnas de humo de las partes más espesas, y especialmente de los valles. Observé este fenómeno en varias ocasiones, y supongo que dimana de la gran superficie presentada por el follaje, previamente calentada por los rayos del sol.

Mientras estábamos en esta finca faltó poco para que fuera testigo de uno de esos actos atroces que sólo pueden ocurrir en un país de esclavos. Con motivo de una querella y un pleito el amo estuvo a punto de separar todas las mujeres y niños de los esclavos varones y venderlos en Río en pública subasta. Si esta enormidad no se realizó fué porque lo impidió el interés, y no el menor sentimiento de piedad. Realmente, no creo que al amo le pasara por las mientes que era inhumano separar a 30 familias después de haber vivido juntas por muchos años. Y, no obstante, aseguro, a fe de hombre veraz, que en sentimientos humanitarios y afectuosos aventajaba al común de los hombres. Cabe, pues, afirmar que la codicia y el egoísmo producen en la inteligencia la ceguera más absoluta. He de mencionar aquí una anécdota de escasa importancia, por haberme impresionado en aquella ocasión más hondamente que cualquier relato de crueldad. Cruzaba una corriente en una barca de pasaje con un negro extraordinariamente estúpido. Al intentar hacerme comprender alcé la voz e hice varios gestos, entre ellos el