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V. Blasco Ibáñez

donando la vida política, escapaba de Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tío Paloma, audaz y familiarote después de la pasada aventura, le reñía como á un muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas: los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de... mentiras. ¿Y él era el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos?... Mira, mira y aprende.» Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin apuntar y una fúlica caía en el agua hecha una pelota.

Todas estas anécdotas daban al tío Paloma un prestigio inmenso entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer abrir la boca pidiendo algo á sus parroquianos!... Pero él siempre cazurro y malhablado; tratando á los personajes como camaradas de taberna; haciéndolos reir con sus insolencias en los momentos de mal humor ó con frases bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse amable.

Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era más dura y difícil, conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba á las gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran labradores, y para él esta palabra significaba el mayor insulto.

Enorgullecíase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando por los ribazos. No pisaba voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para disparar unos cuantos