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V. Blasco Ibáñez

con las márgenes cubiertas de barracas y viveros donde los pescadores guardaban las anguilas.

En el agua muerta, de una brillantez de estaño, permanecía inmóvil la barca-correo: un gran ataúd cargado de personas y paquetes, con la borda casi á flor de agua. La vela triangular, con remiendos obscuros, estaba rematada por un guiñapo incoloro que en otros tiempos había sido una bandera española y delataba el carácter oficial de la vieja embarcación.

Un hedor insoportable se esparcía en torno de la barca. Sus tablas se habían impregnado del tufo de los cestos de anguilas y de la suciedad de centenares de pasajeros: una mezcla nauseabunda de pieles gelatinosas, escamas de pez criado en el barro, pies sucios y ropas mugrientas, que con su roce habían acabado por pulir y abrillantar los asientos de la barca.

Los pasajeros, segadores en su mayoría, que venían del Perelló, último confín de la Albufera, lindante con el mar, cantaban á gritos pidiendo al barquero que partiese cuanto antes. ¡Ya estaba llena la barca! ¡No cabía más gente!...

Así era; pero el hombrecillo, volviendo hacia ellos el informe muñón de su oreja cortada como para no oirles, esparcía lentamente por la barca las cestas y los sacos que las mujeres le entregaban desde la orilla. Cada uno de los objetos provocaba nuevas protestas: los pasajeros se estrechaban ó cambiaban de sitio y los del Palmar que entraban en la barca recibían con reflexiones evangélicas la rociada de injurias de los que ya estaban acomodados. ¡Un poco de paciencia! ¡Tanto sitio que encontrasen en el cielo!...