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y éstos para los caballos. Allí no había descanso en los domingos, ni aun en el rigor del verano.

Algunos domingos por la mañana se presentaba una partida de hombres alegres, á alquilar un coche para todo el día; cuatro de ellos se apiñaban dentro, y otro se montaba en el pescante con el cochero, y yo tenía que salir á recorrer una distancia no menor de quince millas á la ida y otras tantas á la vuelta, sin que ninguno pensase nunca on-apearse en las cuestas, por pendientes que fuesen, y por mucho calor que hiciese, á excepción de cuando el cochero temía que yo no pudiera más, encontrándome á veces á la vuelta, tan rendido y sofocado, que ni podía comer el pienso. ¡Cuánto echaba de menos el afrecho que, con un poco de nitro, acostumbraba darnos Perico los sábados por la noche en tiempo de calor, y que tanto nos refrescaba!

Mi cochero era tan duro como su amo, y usa-ba un látigo con algo cortante á la punta, que algunas veces hacía brotar la sangre de mis ijares, donde con frecuencia me castigaba, cuando no lo hacía en la cabeza. Semejantes indignidades lastimaron mi corazón profundamente; pero así y todo, aguanté sin hacer resistencia, porque, como decía muy bien la pobre Jengibre, los hombres son más fuertes.

Mi vida era un suplicio, y, como Jengibre,