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mos lo que habíamos sido. Sin embargo, aquello no aminoró el placer de vernos uno al lado del otro; no galopábamos juntos, como otras veces, pero pacíamos y nos acostábamos, ó permanecíamos horas enteras, bajo la sombra de los limoneros, con nuestras cabezas unidas; y así transcurrió el tiempo hasta que la familia regresó de Londres.

Un día vimos entrar al Conde en el potrero, acompañado de York. Reconociéndolos en seguida, nos estuvimos quietos bajo un árbol, esperando que se nos acercasen. Nos examinaron minuciosamente, y el Conde pareció muy disgustado.

-He aquí mil y quinientos duros arrojados al viento, y que nadie ha de aprovechar-dijo ;-y lo que más siento es que son los dos caballos que mi antiguo amigo me vendió en la creencia de que en mi casa iban á estar tan bien como en la suya, y mira qué pronto han sido destruidos. A la yegua le daremos un año de descanso, y veremos el efecto que le produce; pero en cuanto á Azabache, es preciso venderlo. por más que lo siento mucho, pues en muis caballerizas no puede haber un animal con las rodillas en el estado que éste las tiene.

-Es cierto, señor-contestó York ;-pero podemos hallar para él un comprador que no se -