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para entrar, como quien dice, en el mundo, y á gobernártelas por tu cuenta, voy á decirte algo que no está de más que sepas. Era yo precisamente de la edad de José ahora, cuando mi padre y mi madre murieron de fiebre maligna, con intervalo de diez días, dejándonos á mí y á mi inválida hermana Irene, solos en el mundo, sin un pariente que se hiciese cargo de nosotros. Yo era hijo de un labrador, incapaz de ganar lo bastante para mantenerme, y mucho menos á los dos; mi hermana hubiera tenido que ir á parar á un asilo, si no hubiera sido por nuestra ama, á quien Irene llama su ángel tutelar, y con razón. Aquélla alquiló un cuarto para ésta en casa de la vieja viuda Marlot, le proporcionaba trabajo de aguja, que mi hermana hacía cuando podía, le enviaba platitos delicados que comer, y era, en una palabra, como una madre para ella. El amo se hizo cargo de mí y me puso á las órdenes del viejo Hernando, cochero que era entonces en esta casa. Me daban la comida, un traje completo cada año, una cama en el sobrado, y cuatro pesetas cada semana, con lo que podía auxiliar á Irene. Hernando pudo muy bien haber dicho que, á su edad, no estaba para educar á un muchacho rústico como era yo, que no sabía más que arrear los bueyes de un arado; pero, en vez de eso, fué como un padre para mí, y se tomó