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Aventuras

dice es verdad, y ya veremos si esta hipótesis nos lleva á un buen resultado. Y ahora, aquí en el bolsillo tengo á Petrarca, y no volveré á decir una palabra de la cuestión hasta que estemos en el mismo teatro de la acción. Tomaremos lunch en Swinden, y veo que dentro de veinte minutos estaremos allí.

Eran casi las cuatro cuando por fin, después de haber atravesado el hermoso valle Stroud y haber pasado por sobre el ancho y ruinoso Severo, nos encontramos en la linda aldehuela de Ross. Un hombre flaco y con cara de hurón, de mirada furtiva y aspecto socarrón, nos esperaba en el andén. A despecho del guardapolvo habano claro y de las polainas de cuero que llevaba por respeto al rústico paraje, no me fué difícil reconocer á Lestrade, el inspector de la oficina central de policía. Con él nos dirigimos en un coche á «Las armas de Hereford», donde ya había sido tomado un cuarto para nosotros.

—He pedido ya un carruaje—dijo Lestrade cuando nos sentábamos á tomar una taza de té.

—Conozco la naturaleza activa de usted, y sabía que no estaría usted contento hasta verse en el lugar del crimen.

—Es usted muy amable y le agradezco el cumplimiento contestó Holmes.—La cuestión no es más que de presión barométrica.

Lestrade le miró con asombro.

—No comprendo...—dijo.

—¿Cuántos grados hay? Veo que veintinueve,