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de Sherlock Holmes

—No deseo hacer misterio—dijo él, riéndose.

—El asunto es sumamente sencillo. Usted, por supuesto, observaría que todos los que estaban en la calle eran cómplices nuestros. A todos los tenía contratados para la función.

—Ya lo había supuesto.

—Bueno. Cuando estalló la riña, yo tenía en la palma de la mano un poco de pintura roja. Corrí hacia el grupo, me pasé la mano por la cara, y mi persona fué en un instante un cuadro lastimoso. La treta es vieja.

—Tambien eso lo comprendí.

—Me llevaron adentro. Ella tenía que verse obligada á dejar que me llevaran. ¿Qué podía hacer? Y así entré en la sala, que era el cuarto de que yo sospechaba. La cosa debía estar entre la sala y el dormitorio, y yo estaba resuelto á saber cuál de las dos habitaciones era la que contenía el depósito.

Me acostaron en el sofá, hice ademán de que necesitaba aire, tuvieron que abrir la ventana, y llegó el momento de que usted procediera.

—¿De qué manera ayudó á usted el cohete?

—Eso tenía importancia principal. Cuando una mujer cree que su casa se quema, su instinto la lleva en el acto á salvar el objeto que estima en más. Ese es un impulso que domina por completo, y más de una vez me he aprovechado de él. En el caso del escándalo de Darlington me sirvió de mucho, y también en el asunto del Castillo de Arnsworth. Una madre corre á salvar á