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de Sherlock Holmes

pité al terreno de detrás de la casa. No había un sola ave en él.

—¿Dónde están, Margarita?—grité.

—Los he mandado al que me los compra.

—Quién es ese?

—Breckinridge, de Covent Garden.

—Pero ¿había otro con una faja en la cola?

—Sí, Jaime, eran dos así, y nunca pude distinguir el uno del otro.

Con eso, naturalmente, se aclaraba todo.

Corri tan velozmente como podía en busca del tal Breckinridge, pero éste había vendido todo el lote en seguida, y no quiso decirme ni una palabra acerca del lugar adonde lo había enviado. Esta noche lo han oido ustedes: todas las veces me ha contestado así. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco, y yo, á veces, creo lo mismo. Ahora... ahora soy un ladrón descubierto, sin haber tocado nunca al tesoro en cambio del cual he dado mi honradez. ¡Dios me ampare! ¡Dios me ampare!

Rompió á sollozar convulsivamente, con la cara metida entre las manos.

Siguió un largo silencio, interrumpido sólo por su agitada respiración y por el mesurado tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes en la mesa. De repente, Holmes se levantó y abrió la puerta bruscamente.

—1Afueral—gritó.

—¡Qué, señor! oh! ¡El cielo lo bendiga á usted!