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de Sherlock Holmes

Estaba parada, su cuerpo destacándose del torrente de luz, una mano en la puerta, la otra medio alzada en un movimiento ansioso, el talle ligeramente inclinado, la cabeza echada hacia adelante, la cara contraída, los ojos muy abiertos, los labios separados, toda ella una pregunta viviente.


—Y—gritó.—Y?

En seguida, al ver que éramos dos, lanzó un grito de esperanza que se convirtió en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.

—No trae usted buenas noticias?

—Ninguna.

—Ni malas?

—No.

—Gracias á Dios por eso. Pero entre usted.

Debe usted estar cansado, pues ha tenido usted un día agitado.

—El señor es mi amigo, el doctor Watson. En varias de mis investigaciones me ha prestado servicios de importancia capital, y una feliz casualidad me ha permitido traerle y asociarle conmigo en este asunto.

—Tengo gusto de conocer á usted—dijo ella, estrechándome efusivamente la mano.—Estoy segura de que usted perdonará lo que le falte en esta casa cuando considere el golpe que se ha descargado sobre nosotros tan repentinamente.

—Mi estimada señora—le contesté,—soy soldado viejo, y aunque no lo fuera, veo perfecta-