esa mujercita dentro de un momento cuando me reciba en la puerta.
Olvida usted que yo nada sé del asunto.
—Tengo tiempo suficiente para contar á usted todos los hechos que forman este caso, antes de que lleguemos á Lee. Parece que fuera absurdamente sencillo, y sin embargo, hay algo que me impide conseguir lo que deseo. El hilo es abundante, sin duda, pero no puedo empuñar la punta. Voy á presentar á usted el asunto con claridad y concisión, Watson, y quizás usted alcance á ver una chispa donde para mí es todo obscuro.
—Continúe usted.
—Hace vari os años en Mayo de 1884, para precisar, vino á Lee un caballero llamado Neville Saint Clair, que parecía tener mucho dinero. Alquiló una vasta villa, arregló los terrenos muy bien, y vivía, en resumen, en buenas condiciones. Poco a poco se hizo de amigos en la vecindad, y en 1887 se casó con la hija de un cervecero del barrio, de la cual tiene ahora dos hijos. No tenía ocupación, pero poseía intereses en varias compañías, é iba á la ciudad por regla general en la mañana y volvía bastante tarde en el tren que sale de la calle Cannon á las 5.14.
El señor Saint Clair tiene ahora treinta y siete años, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre afectuoso y hombre muy simpático para todos los que lo conocen. Debo añadir que el total de sus deudas en este momento, se-