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de Sherlock Holmes

gradualmente, hasta que cruzamos á escape un ancho puente con altas balaustradas, y el lóbrego río corriendo silenciosamente por debajo.

Allá adelante yacía otra extensa masa de ladrillos y piedras; su silencio, interrumpido solamente por el paso pesado y regular del agente de policía, ó por los cantos y gritos de algún grupo de trasnochadores. Un nubarrón espeso cruzaba lentamente el cielo, y una ó dos estrellas parpadeaban débilmente aquí y allá por los claros de las nubes. Holmes iba silencioso, con la cabeza caída sobre el pecho, y el aspecto de un hombre que está perdido en sus pensamientos, mientras yo, á su lado, sentía la curiosidad de saber qué nueva averiguación podía ser esa que parecía poner tan á prueba sus facultades, pero no me atrevia á interrumpir elcurso de sus reflexiones. Habíamos andado ya algunas millas y empezábamos á entrar en el cinturón que forman la ciudad, las villas suburbanas, cuando Holmes se sacudió, se encogió de hombros y encendió su pipa, con la expresión del hombre que se ha convencido de que lo que hace es lo mejor.

—Tiene usted un gran don de silencio, Watson—dijo: eso hace de usted un compañero de un valor inapreciable; pero, palabra de honor, ahora es para mí un regalo el tener alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son de los más halagüeños. Iba pensando lo que diría á

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