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de Sherlock Holmes

tado las ventanas, hasta hacernos, aquí en el corazón de este enorme Londres fabricado por la mano del hombre, elevar un instante nuestras mentes de la rutina de la vida y reconocer la presencia de esas grandes fuerzas elementales que gritan á la humanidad por entre las rejas de la civilización, como fieras indómitas enjaulada. A medida que la noche se acercaba, la tormena crecía más y más y el viento chillaba y sollozaba en la chimenea como un niño. Sherlock Holmes, sentado, de mal humor, á un lado de la estufa, revisaba sus registros del crimen, y yo, al otro lado, estaba profundamente engolfado en uno de esos hermosos relatos navales de Klark Russell, á tal punto que el rugir del ventarrón afuera parecía mezclarse con la narración, y la lluvia caer en las agitadas olas. Mi mujer había ido á visitar por unos días á su tía, y durante ese tiempo era yo nuevamente huésped en mi antigua morada de la calle Baker.

—Quél—dije, volviendo los ojos hacia mi compañero. Esa es la campanilla. ¿Quién puede venir esta noche? ¿Algún amigo de usted, quizás?

—No tengo más amigo que usted,testó. Yo no soy de los que atraen á los visitan—me contes.

—Una persona que viene á solicitar sus servicios, entonces?

—Si es así, debe tratarse de un caso serio. Nada que no lo fuera haría salir á un hombre en semejante día y en semejante hora. Pero creo