—¿Qué soldado?
—¡El suyo!
—¿Su novio?
—¡No, no, su soldado! Oye...
—¿Qué?
—¿Cómo te llamas?
—Michka—contestó secamente el intruso.
—Y yo, Vera.
La niña se quedó un momento silenciosa, y luego, recordando de nuevo las lecciones maternas de elegancia en el trato social, añadió: —Mamá se alegrará tanto de verte. Vendrá a las seis. La esperarás, ¿verdad?
— Veremos...
— Hasta que venga, jugaremos; ¿quieres?
—Sí; pero ¿a qué?
—Al escondite—correa. Esconde la muñeca, anda.
Y si la encuentro...
—No, no me gusta ese juego. Juguemos al convidado. Es más bonito.
—¿Al convidado? ¿Qué juego es ese?
—Mira: tú serás el ama de la casa y me convidarás a comer; ¿te gusta?
Vera acogió la proposición con entusiasmo. ¡Iba a hacerle los honores de la casa a una persona mayor!
—¡Sí, sí! ¡Vamos!
—¿Adónde?
—¡A casa, hombre!
Samatoja vaciló.
—¿Estás segura de que no hay nadie?
—¡No hay nadie! ¡Me he quedado yo solal ¡Vamos,