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mos a trabajar en el camino de hierro, fuera de la ciudad. Dos días antes del ijado para nuestra marcha, mi padre se presentó de pronto en casa.

Se sentó, se secó la frente sudorosa con el pañuelo, y sin mirarme, lentamente, extrajo de un bolsillo de su americana el periódico local, y casi deletreando me leyó una noticia referente a mi antiguo compañero de colegio, el hijo del director del Banco. Aquel joven había sido nombrado no sé qué de gran importancia en el ministerio de Hacienda.

—Y ahora—dijo mi padre, doblando despaciosamente el periódico—vuelve los ojos a ti mismo: vas vestido de andrajos como el más miserable de los canallas. Hasta la gente humilde procura recibir alguna instrucción para ocupar en el mundo un lugar lo mejor posible, y tú, Poloznev, que procedes de una familia noble, que ha dado a la patria hombres ilustres, te empeñas en vivir en el cieno, en los bajos fondos sociales...

Se levantó, me dirigió una mirada llena de cólera, y añadió:

—Pero no he venido para hablar de ti, pues harto se me alcanza que sería tiempo perdido. He venido a preguntarte: ¿Dónde está tu hermana, miserable? Salió de casa después de comer, y aunque son ya las ocho, no ha vuelto todavía. Ha comenzado no hace mucho a salir con frecuencia sin decirme nada. Ya no es la hija respetuosa que era. Adivino en ello tu influencia nefasta, sinvergüenza. ¿Sabes dónde está?