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—Papá, el señor Poloznev te espera hace un ratito.

—Si; Blagovo me ha hablado de él—contestó el ingeniero, volviéndose a mí sin tenderme la mano—. Pero no puedo ofrecerle nada, No tengo plazas.

Se detuvo frente a mí y me dijo, con un tono tan poco amable que parecía reñirme:

—¡Son ustedes una gente extraña, señores! Todos los días vienen una porción de caballeros a pedirme empleos, como si yo fuera un ministro. Yo, señores, no dispongo de empleos para intelectuales, es decir, para personas que sólo saben emborronar papel. En la vía férrea que estoy construyendo lo que necesito son mecánicos, cerrajeros, ingenieros, carpinteros, no escritores. ¡Conmigo hay que trabajar duramente y no burocratear! ¿Estamos?

Su persona producía la misma impresión de felicidad, de bienestar, que todo cuanto le rodeaba. Grueso, vigoroso, de carrillos rojos, de pecho ancho, limpia y fresca la piel recién enjugada, vestido con una ancha blusa de seda y unos holgados pantalones, parecía un cochero de opereta. Tenía los ojos claros e inocentes, la nariz aguileña, ni un solo cabello blanqueaba en su perillita redonda.

—¿Qué saben ustedes hacer?—prosiguió—. ¡No saben ustedes hacer nada los intelectuales! Yo, sin ir más lejos, soy ahora ingeniero, gozo de buena posición; pero antes de llegar a esto he