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no haya en este lugar gente aficionada a la buena conversación y capaz de sostener una charla interesante. Para nosotros resulta una dura privación. Ya ve, usted, aquí, ni los intelectuales sobresalen del bajo nivel de las capas inferiores del pueblo.

—Tiene usted razón que le sobra. Lo mismo digo.

—Ya sabe usted bien—continúa el doctor—que en este mundo todo es insignificante y carece de interés, si se exceptúan las manifestaciones superiores del entendimiento. Sólo el entendimiento traza una línea divisoria entre el hombre y la bestia, e indica el origen divino de aquél, y, en cierto grado, reemplaza para él el precioso don de la inmortalidad, que no existe. Según esto, el espíritu puede considerarse como la única fuente verdadera de felicidad. Pero nosotros, que no vemos en nuestro radio ninguna manifestación del espíritu, no podemos disfrutar de esa felicidad. Cierto es que tenemos nuestros libros, pero no es lo mismo, ni la lectura puede sustituir del todo los agrados de la conversación y el cambio de ideas. Si usted me permite que use de una comparación algo atrevida, le diré a usted qué el libro es la nota y la conversación es el canto.

—Dice usted muy bien.

Y aquí hay un silencio. Entra entonces la cocinera, y con expresión curiosa se detiene casi en la puerta para oír lo que hablan los señores.

—En esta época ya no hay ingenio—declara Mijail Averianich.