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encontrado nunca sino las personas de esa sociedad elegante de Buenos Aires, tan democrática en política, y tan aristocrática en tono y en maneras.

Y en cuanto al contraste con la fiesta misma, había allí ese silencio exótico, que en las grandes concurrencias revela siempre algo de menos, ó algo de más.

Se bailaba en silencio.

Los militares de la nueva época, reventando dentro de sus casacas abrochadas, doloridas las manos con la presión de los guantes, y sudando de dolor á causa de sus botas recién puestas, no podían imaginar que pudiera estarse de otro modo en un baile, que muy tiesos y muy graves.

Los jóvenes ciudadanos, salidos de la nueva jerarquía social, introducida por el Restaurador de las Leyes, pensaban, con la mejor buena fe del mundo, que no había nada de más elegante, ni cortés, que ir regalando yemas y bizcochitos á las señoras, Y, por último, las damas, unas porque allí estaban á ruego de sus maridos, y éstas eran las damas unitarias; otras, porque estaban allí enojadas de encontrarse entre las personas de su sociedad 30lamente, y éstas eran las danas federales, todas estaban con un malísimo humor; las unas despreciativas, y celosas las otras.

Ta señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales la acompañaron por las galerfas y salones.

Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de buenos defensores de la santa causa, que, alentados con la presencia de la hija de su Restaurador, empezaron á sacarse los guantes que habian encarcelado por