Si—dijo Amalia, con los ojos llenos de lágri11189.
—Eduardo te ama, y yo también estoy contento de esto.
—Lo crees tú?
Lo dudas tú?
¿Yo?
—Sí, tú.
—Dudo de mi.
—No eres feliz con ese amor?
—Sí y no.
—Es como no decir nada.
—Y, sin embargo, digo cuanto siento en mi alma.
Lo amas y no lo amas, entonces?
—No; lo amo, lo anno, Daniel.
—¿Y entonces, Amalia?
—Entonces, soy feliz con el amor que le profeso, y tiemblo, sin embargo, de que él me ame.
—Supersticiosa!
—Puede ser; pero la desgracia me ha enseñado á serlo.
—La desgracia suele conducirnos á la felicidad, amiga mía.
—Bien, anda, te espera Eduardo.
—Heste luego—dijo Daniel, poniendo sus fabios sobre la frente de su prima.
Un momento después, los dos amigos subieron al coche, y á tiempo de romper á gran trote los caballos, alzóse una de las celosías de las ventanas del salón de Amalia, y dos miradas cambiaron un expresivo adiós.