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do les hieren alguna de las cuerdas de esa arpa de celosos afectos que se llama su corazón, y lo preguntó:

—Puedo saber por qué no es lo mismo la noche del 24 de mayo que otra cualquiera, para que el señor me haga el honor de acompañarme?

—Es justisima tu interrogación, mi querida Amalia, pero hay ciertas cosas que los hombres tenemos que reservar de las señoras.

—Pero aquí hay algo de política, ¿no es verdad?

—Puede ser.

—Yo no tengo ningún derecho para exigir de este caballero que me acompañe; pero, á lo menos, creo tenerlo sobre él y sobre ti para recomendarles á los dos un poco de prudencia.

—Yo te respondo de Eduardo.

—De los dos se apresuró á decir Amalia.

—Bien, de los dos. Quedamos, pues, en que á las doce irás á casa de Florencia. Pedro' te servirá de cochero y ei criado de Eduardo de lacayo. Una vez en cesa de madama Dupasquier, montarás con ella en su coche para ir al baile, y el tuyo volverá á buscarte á las cuatro de la mañana.

¡Oh, es mucho! ¡cuatro horas! Una, solamente.

—Es muy poco.

—Me parece que para el sacrificio que hago, es demasiado.

—Lo sé, Amalia; pero es un sacrificio que haces por la seguridad de fu casa, y además por la tranquilidad permanente de Eduardo. Te lo he dicho diez veces: no asistir á este baile dado á Manuela, en que recibes una invitación de ella, solicitada por Agustina, es exponerte á que lo consideren come un desaire, y estamos mal entonces. Agus-