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rubor vino después á inclinar, como una hermosa flor abatida per la brisa, la espléndida cabeza de la bucurnana.

— Las manos de los jóvenes no so separaron, pero el silencio, eso elocuente emisario del amor, al que se debe tanto en ciertos momentos, vino á hacer que el corazón saborease en secreto las últimas palabras de los labios.

—¡Perdón, Amalia I—dijo Eduardo sacudiendo su cabeza y despejando sus sienes de sus cabelios que las cubrían, perdón, he sido insensato; pero no, yo tengo orgullo de mi amor y lo declararía á la faz de Dios: amo y no espero, he ahl mi defonsa, si la he ofendido á usted.

Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Amalia bañaron con un torrente de luz los ojos ambiciosos de Eduardo. Esa mirada lo dijo todo.

Gracías, Amalia—exclamó Eduardo arrodillándose delante de la diosa de su paraíso hallado.

—l'ero, en nombre de Dios, una palabra, una sola palabra que pueda yo conservar eterna en mi corazón.

Oh, levántese usted, por Dios!—exclamó Amalia obligando & Eduardo á volver al soiá.

—Una palabra solamente, Amalia.

Sobre qué, señor?—dijo Analia, colorada como un carín, pretendiendo retrogradar en un terreno en que había avanzado demasiado.

—Una palabra que me diga lo que mi corazón adivina continuó Eduardo volviendo á tomar entre las suyas la mano de Amalia, —Oh, basta, soñor, basta —dijo la joven retirando su mano y cubriéndose los ojos.

Su corazón sufris esa terrible lucha que se establece en las mujeres en ciertos momentos en que