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adivinado todo cuanto hay de noble y generoso en su corazón; yo sabía que ningún temor vulgar podría tener cabida en él. Pero mi separación está aconsejada por otra causa: por el honor... Amalia, nada comprende usted de lo que pasa en el corazón de este hombre á quien ha dado una vida para conservarla en un delirio celestial que jamás hubo sentido?

—¿Jamás?

—Jamás, jamás.

—¡Oh! repítalo usted, Eduardo—exclamó Amalia oprimiendo á su vez entre las suyas la mano de Belgrano, y cambiando con los ojos de éste esas miradas indefinibles, magnéticas, que transmiten los fuidos secretos de la vida entre las organizaciones que se armonizan cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego divinizado del alma.

—Cierto, Amalia, cierto. Mi vida no había pertenecido jamás á mi corazón, y ahora ...

—Ahora?... — le preguntó Amalia agitando convulsiva entre las suyas la mano de Eduardo.

—Ahora, vivo en él: ahora amo, Amalia.—Y Eduardo, pálido, trémulo de amor y de entusiasmo, llevo á sus labios la preciosa mano de aquella mujer en cuyo corazón acababa de depositar, con su primer amor, la primera esperanza de felicidad que había conmovido su existencia; y durante esa acción precipitada, la rosa blanca se escapó de las manos de Amalia, y, deslizándose por su vestido, cayó á los pies de Eduardo.

A las últimes palabras del joven, el semblante de Amalia se coloró, radiante de felicidad; pero, instantáneo, rápido como el pensamiento, ese relámpago de su alma se evaporó, y la reacción del