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sombra azul que les circunda contrastando con la palidez de su semblante, sus ojos, su patilla, y cabellos renegridos y rizados que caen sobre sus sienes descarnadas y redondas con que la Naturaleza descubre la finura de espíritu de aquel joven, como en su ancha frente la fuerza de su inteligencia.

— L Y bien, señora?—preguntó Eduardo con una voz armoniosa y tímida, después de algunos momentos de silencio.

—Y bien, señor, usted no me conoce—dijo Amslia levantando su cabeza y fijando sus ojos en los de Eduardo.

—¿Cómo, señora?

—Que usted no me conoce; que usted me confunde con la generalidad de las personas de mi sexo, cuando creo que mis labios puedan decir lo que no sienta mi corazón, ó más bien (porque no hablamos del corazón en este momento) lo que 110 es la expresión de mis ideas.

—Pero yo no debo, señora...

—Yo no hablo de los deberes de usted—le interrumpió Amalia con una sonrisa encantadora,— hablo de mis deberes: he cumplido para con usted una obligación sagrada que la humanidad me impone, y con la cual mi organización y mi carácter se armonizan sin esfuerzo. Buscaba usted un asilo, y le he abierto las puertas de mi casa. Entró usted en ella moribundo, y lo he asistido. Necesitaba usted atención y consuelos, y se los he prodigado.

—¡Gracias, señora !

—Permitame usted, no he concluido. En todo esto, no he hecho otra cosa que cumplir lo que Dios y la humanidad me imponen. Pero yo cum-