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Y Daniel acompañó hasta la puerta de la calle al señor don Lucas González, antiguo amigo de su padre, y cuyo nombre, por desgracia, debia inscribirse muy pronto en el martirologio de 1840.

T Daniel dió algunos paseos en el patio, y, después de haber conversado consigo mismo, aquella cabeza jamás tranquila, plegó sus alas, y dejó un poco de tiempo a la vida del corazón, que en aquella organización febricitante estaba en continua lucha con la vida de la inteligencia.

—Un frac, Fermin — dijo Daniel entrando en su aposento donde lo esperabs, tranquilo como buen hijo de la Pampa, el gauchito civilizado en quien depositaba toda su confianza, porque realnente la merecía.

—¡Bien !—continuó Daniel después de vestirse su frac y de guardar en su escritorio su cartera con los treinta y dos papelitos, de cepillarse su cabello castaño, y de calzarse un par de guantes de cabritilla blanca.

¿Lleva usted capa .?

—No.

Saco lo que está en la levita?

No, no habrá necesidad de él.

Las pistolas?

—Tampoco, dame un bastón solamente.

Las llevo luego?

—Si: á las once, me llevarás también mi caballo y mi poncho.

—Lo he de acompañar á usted?

—Sí: vendrás conmigo á Barracas... á las once en punto.

A casa de doña Florencia, señor?

—Y á qué otra cosa, tonto?—dijo Daniel dis-