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Por mi mismo.

—Entonces, buenas noches, mi querido maestro.

— Adiós, mi Daniel, mi amigo, mi salvador, hasta mañana | Y don Candido acompañó hasta la puerta de calle á aquel discípulo de primeras letras, que más tarde debía ser su protector y salvador, como acababa de llamarle. Y Daniel, embozado en su capa, siguió tranquilamente por la calle de Cuyo, preocupado con el recuerdo de ese hombre que, mucho inés allá de la mitad de su vida, conservaba, sin embargo, la candidez y la inexperiencia de la infancia, y que reunía, al mismo tiempo, cierto caudal de conocimientos útiles y prácticos de la vida; uno de esos hombres en quienes jamás tienen cabida ni la malicia, ni la desconfianza, ni ese espiritu de acción y de intriga, de inconsecuencia y de ambición, peculiar & la generalidad de los hombres, y que forman esa especie excepcional, muy diminute, de seres inofensivos y tranquilos, que viven niños siempre, y que no ven en cuanto los rodea sino la superficie material de las cosas.