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T . 257 AMALIA 17.—TOMO I 1 veras no se distinguían en ella, y á quien un buen español llamaría ama de llaves, pero é quien nosotros, buenos americanos, distinguiremos con el nombre de señora mayor, alta, flaca y rebozado en un gran pañuelo de lana, abrió la puerta y echó sobre Daniel su correspondiente mirada de mujer vieja; es decir, mirada sin egoísmo, pero curiosa.

Hay luz en mi cuarto, doña Nicolasa?—le preguntó don Cándido.

—Desde la oración está encendida—le contestó la buena mujer con esa entonación acentuada, peculiar en los hijos de las provincias de Cuyo, que no la pierden jamás, pasen los años que pason lejos de ellas, pues que es, al parecer, un pedazo de su tierra que traer en la garganta.

Doña Nicolasa atravesó el patio, y don Cándido entró con Daniel en una sala, en cuyo suslo desnudo, embaidosado con esos ladrillos que nuestros antiguos maestros albažiles sabían elegir para divertirse en formar con ellos miniaturas de precipicios y mortañas, dió Daniel un par de excelentes tropezones, aun cuando sus pies de porte o estaban habituados á las calles de la muy horoica ciudad, donde las gentes pueden sin el menor trabajo romperse la cabeza, á pesar de todos los títulos y condecoraciones de la orgullosa libertadora de un mundo, menos de sí misma.

Todo lo demás de la sala correspondie, naturalmente, al piso; y las silias, las mesas y un surtido estante de obras en pergamino, pero esercialmente históricas y monumentales, confesaban, sin ser interrogadas, que la ocupación de su dueño era, ó había sido, enseñar muchachos, quienes lo primero que aprenden es el modo de sacar astillas de los