Página:Amalia - Tomo I (1909).pdf/258

Esta página no ha sido corregida
— 254 —

Qué fraile, Daniel, qué fraile!—exclamó don Cándido, aspirando todo el aire que podía caber en sus pulmones, y apoyándose, al caminar, en su inseparable caña de la India.

Oh, mi buen amigo, usted no lo conoce todavía !

—Y Dios me libre de conocerlo jamás.

—¿Un sacerdote con cuchillo, eh?

—Sí, Daniel; pero convendrás en que nos hemos portado maravillosamente.

—¡Pues!

—Yo me he desconocido.

—¿Cómo?

Decía que me he desconocido.

—Pero usted siempre se portará lo mismo, querido amigo.

No, mi amado, mi protector, mi salvador Daniel: no, porque en cualquiera otra ocasión me habria, caido muerto al sentir la punta del puñal contra mi pecho.

—Bah!

—Créelo, créelo, Daniel. Es efecto de mi organización, sensible, delicada, impresionable. Tengo horror á la sangre, y ese demonio de fraile...

—Despacio...

—¿Qué hay?—preguntó don Cándido, girando su cabeza á todos lados.

—Nada, no hay nada; pero las calles de Buenos Aires tienen oídos.

—Sí, sí; mudemos de conversación, Daniel. Iba á decirte solamente que...

—¿Qué?

—Que tú tienes la culpa del peligro en que me he encontrado.

—¿Yo?